El hilo invisible de los errantes



Cada verano, cuando las fiestas llenaban de luces y música “o Castro”, Lucía sabía exactamente dónde quería ir primero. No eran las tómbolas ni las casetas de churros, tampoco las cadenetas que giraban al compás de las canciones moda. Era el puesto de las barquillas, donde siempre lo encontraba: Diego, el niño que hacía que el mundo se tambaleara como uno de esos columpios gigantes.

Diego tenía las manos curtidas por el trabajo, a pesar de sus trece años, y una sonrisa que siempre parecía esconder un secreto. Era un feriante, hijo de feriantes, y vivía en la caravana que cada verano aparcaban junto a la iglesia del pueblo. Lucía, hija de un pescador local, era paya. Esa palabra, que al principio le sonaba extraña, pronto se convirtió en una llave que abría puertas a mundos que nunca había imaginado.

Las primeras veces que se acercaba al puesto, apenas intercambiaban un par de frases. Ella pagaba las monedas que llevaba en el bolsillo, y él, con una habilidad que parecía mágica, colocaba la barquilla en movimiento. “No te sueltes, agárrate fuerte”, le decía con una voz que parecía un susurro y un reto al mismo tiempo. Pero con cada visita, las palabras comenzaron a fluir. Primero fueron preguntas simples, casi infantiles: “¿Cómo haces con la barquilla?”, “¿Te gusta estar siempre de pueblo en pueblo?”. Luego, las conversaciones se alargaron hasta el final de la noche, cuando las luces de la feria se apagaban y

Diego recogía las herramientas mientras Lucía le esperaba en los escalones del cementerio. Fue Diego quien empezó a mostrarle fragmentos de su vida, no porque quisiera, sino porque Lucía preguntaba con una insistencia que él encontraba divertida y, al mismo tiempo, desarmante. Le habló de cómo su familia viajaba todo el año, de feria en feria, instalando y desmontando los mismos puestos. “Es como vivir dentro de un reloj que nunca se detiene”, le explicó un día mientras ajustaba uno de los cables de la barquilla. Pero también le habló de lo que no solía contar a nadie: de las miradas desconfiadas cuando llegaban a un nuevo pueblo, de lasveces que les habían negado alquilar un terreno, y de cómo siempre le decían que debía “demostrar” que no era como los gitanos de los que hablaban los payos.

Lucía, con los ojos abiertos de par en par, comenzó a escuchar lo que Diego le contaba. Nunca se le había ocurrido que Diego vivía en un mundo tan diferente al suyo. Ella podía caminar por el pueblo sin que nadie la mirara dos veces; él, en cambio, siempre parecía cargar con una sombra invisible, como si tuviera que justificar su existencia. Sin embargo, cuando estaba con él, Lucía no sentía que fueran diferentes. De hecho, cuanto más tiempo pasaba con Diego y su familia, más sentía que el mundo en el que ellos vivían tenía algo mágico, algo que la atraía profundamente. Lo que más le fascinaba era el hecho de que fuesen errantes, que sus vidas estuvieran marcadas por el movimiento constante, como si no pertenecieran a ningún lugar y, al mismo tiempo, pertenecieran a todos.

Cuando la feria estaba tranquila y las barquillas vacías, Lucía se colaba entre los puestos para ayudar a Diego y a su familia. A veces ajustaban los cables, limpiaban las zonas comunes; otras, les ayudaba a recoger al final del día. Lo hacía a escondidas, porque sabía que su madre no aprobaría que se mezclara “demasiado” con ellos. Pero Lucía no podía evitarlo. Cuando estaba entre bambalinas, sentía que entraba en otro mundo. Las luces eran más cálidas, las risas más sinceras, y el olor del café de puchero y del potaje de la abuela de Diego parecía envolverlo todo.

Una noche, mientras recogían los últimos restos de la feria, la familia de Diego empezó a tocar música. El sonido de las palmas y las guitarras llenó el aire, y sin pensarlo, Lucía empezó a bailar. Sus pies siguieron el ritmo, y sus manos imitaron las palmas que veía a su alrededor. Diego la miró, primero divertido, y luego, con un destello de complicidad en los ojos. “Pareces una de nosotros”, le dijo, medio en broma, medio en serio. Pero para Lucía, no era una broma. En esos momentos, sentía que lo era. No porque quisiera ser diferente a lo que era, sino porque entendía, por primera vez, que esas líneas que separaban a unos de otros no eran tan importantes como siempre le habían hecho creer.

Sin embargo, no todo era sencillo. La abuela de Lucía empezó a notar sus ausencias. “¿Por qué vas tanto a la feria?”, le preguntó una tarde mientras estaban en misa. “Es divertido”, respondió ella, evitando la mirada inquisitiva. Pero sabía que no era solo eso. Lo que encontraba en Diego no era solo diversión, sino una ventana hacia una realidad que la hacía cuestionarse las cosas que siempre había dado por sentadas.

Un día, mientras estaban en la fuente, Lucía le preguntó: “¿Te gustaría quedarte en un lugar, vivir siempre en el mismo sitio?”. Diego se detuvo, con una piedra en la mano que estaba a punto de lanzar. “A veces sí”, admitió, “pero no sé si sería yo sin el movimiento. Todo lo que somos está en el viaje”. Entonces Lucía entendió algo que nunca había podido poner en palabras: que Diego llevaba en sí mismo la libertad y el peso de sus raíces, una mezcla de orgullo y lucha que ella solo empezaba a vislumbrar.

El verano terminó, como siempre, demasiado pronto. La última noche de las fiestas, cuando las luces de la feria comenzaban a apagarse, Lucía corrió al puesto de las barquillas. Diego estaba desmontando los últimos cables. Le miró con una mezcla de tristeza y desafío. “Volveremos el próximo año”, le dijo. “Las ferias siempre vuelven”. Pero ella sabía que algo había cambiado. No era solo que esperara con ansias el siguiente verano. Era que, a través de Diego, había empezado a entender que su mundo no era el único. Que la normalidad que conocía no era una regla, sino una mirada. Y que, quizá, lo más importante era aprender a ver más allá de las barreras que los separaban.

Lucía volvió a casa esa noche con las manos manchadas de grasa, un regalo de Diego que le había ayudado a desmontar un engranaje de las barquillas. Era un recuerdo, sí, pero también una lección: a veces, lo que parece insignificante — un hilo rojo, una sonrisa, una barquilla que gira en la feria— puede ser el principio de algo mucho más grande. Más de una vez en su vida, a Lucía le han dicho: “pareces una gitana”, ya sea por su cabello negro suelto y despeinado al viento, su pasión por andar descalza y sentir la tierra bajo sus pies, su manera de danzar de aquí para allá, o por no importarle ensuciarse las manos con la vida. Ante ese comentario, siempre ha respondido con un alegre “olé, olé”, elevando las manos y torsionando las muñecas en un gesto flamenco.

Mónica Gómez

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